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Foto del escritorIsabel Langa

La biofilia infantil, educando en verde

Actualizado: 16 ene 2021

“hay una energía que emana de la eternidad, y es verde” - Hildegard Von Bingen


A veces sabemos cosas por intuición, y siempre resulta satisfactorio averiguar el motivo oculto detrás de ese conocimiento inconsciente. También sentimos cosas que más tarde identificamos, tal vez al coincidir con otra persona que ha experimentado lo mismo. En los últimos tiempos, muchos de nosotros hemos apreciado algo intrigante: una extraña nostalgia hacia la naturaleza.


La movilidad se ha reducido mucho, pero nuestro día a día, si bien más limitado, no parece haber cambiado tanto. Trabajamos, estudiamos, leemos en el sofá, salimos a tomar un café con precaución. Entonces, ¿a qué se debe la sensación? Suspiramos al pensar en un paseo por un camino rural, respirando profundamente. Damos me gusta a las publicaciones en redes sociales de aquellos que retratan plantas y animalitos del bosque. Envidiamos a lo que tienen una casa con jardín en esas zonas tranquilas, ajenas al alboroto de este último año. De algún modo, la naturaleza nos fascina más que antes, o quizá solo estemos redescubriendo algo que siempre tuvimos dentro. ¿Qué nos sucede? ¿Por qué echamos de menos algo que ni siquiera apreciábamos tanto?


Los niños de La Rueda 22 tienen la suerte de disfrutar de un entorno muy natural en el distrito 22 de Viena.

Niños de paseo grupo de infantes Viena
La Rueda 22 de paseo

Una lectura en concreto nos dio respuesta a todas estas preguntas, contrastando nuestra propia percepción y experiencia en el ámbito de la pedagogía verde. El efecto biofilia, de Clemens G. Arvay, logra darle una explicación científica a muchas de esas corazonadas que hemos tenido. Gracias a sus estudios y los de muchos otros (expertos en medicina forestal, biólogos, naturistas, botánicos, científicos…) hemos podido disfrutar del grato resultado de comprendernos un poco mejor a nosotros mismos. Es por ello que dedicamos este post a la biofilia, dando un paso más para explicar sus efectos en la infancia.


¿Qué es la biofilia?


La biofilia, tal como la definió Erich Fromm, es el apego hacia la vida por parte del ser humano. El amor a la vida se traduce en amor a la naturaleza, algo que ya existía mucho antes de que este psicoterapeuta y filósofo le pusiera nombre en el siglo XX. De hecho, lo hemos visto plasmado mil veces en libros y películas, hasta el punto de volverse un cliché: ¿acaso no defendían los indígenas de esas antiguas western movies su tierra por encima de todo, declarándose no los dueños sino los hermanos de todas las criaturas vivas que la habitaban? Con un cierto misticismo, estos personajes nos permitían entrever una sociedad en armonía con su entorno, un pueblo que amaba y respetaba la naturaleza por encima de todo. Incluso a día de hoy, algunas culturas se entristecen especialmente ante el deterioro ambiental y conservan esa consciencia de simbiosis que otros parecen haber olvidado.


Edward O Wilson propuso la hipótesis biofilia, indagando más en nuestro vínculo con la naturaleza, que resulta de un dilatado proceso evolutivo. Él considera que existe algo llamado “red de vida”, de la cual somos parte. De hecho, resulta absurdo considerar al organismo humano como algo aislado de su medio vital, como si de una máquina se tratara. Más tarde tocaremos de nuevo este punto, al hablar del sistema inmunológico.


Sufrimos déficit de naturaleza en las ciudades


Jardín de infancia natural

El trastorno por déficit de naturaleza, no siendo reconocido como una condición médica todavía, fue acuñado por Richard Louv en 2005 y no ha dejado de manifestar sus síntomas entre los urbanitas del siglo XXI. Glenn Albrecht le puso nombre a esa angustia que sentimos al perder el sentimiento de pertenencia, aun cuando no nos hemos movido del sitio al que llamamos hogar: la solastalgia. Por desgracia, ambos conceptos se aplican al conjunto de la población cuyo entorno se vuelve más y más artificial, sus hábitos de vida más sedentarios y tecnológicos, su zona de confort más estrecha.


Es extraño descubrir que, del mismo modo que existe la biofilia, también existe algo llamado biofobia o miedo a lo vivo. Sin ir tan lejos, muchas personas se sienten mas seguras y cómodas en entornos antisépticos, carentes de vida. Se horrorizarían si les propusieras tumbarse en un prado, pensando en todos los insectos con los que podrían entrar en contacto. Del mismo modo, considerarían cualquier entorno sin superficie de cemento salvaje y esencialmente peligroso, pues siempre corres el riesgo de ser atacado por alguna criatura. ¡Incluso sentarse a la sombra de un pino podría implicar que un gusano aterrizase en tu cabeza! La naturaleza les resulta poco familiar, incontrolable y fuente de toda clase de problemas. ¿Cómo hemos llegado a sentir tanto despego?


A medida que nos hundimos, impotentes, ante esta emoción, buscamos formas de contrarrestarla de manera (irónicamente) artificial. Consumimos medicamentos[1] con más frecuencia de lo que sería recomendable y parecemos olvidar que la más sencilla conexión con la naturaleza puede hacer milagros a nivel anímico. Pero en este post no queremos entrar a discutir la eficacia de un tratamiento u otro, al no ser nuestra área de especialidad, sino mostrar los efectos poco reconocidos de una opción que tal vez no nos hayamos planteado. Conscientes de que todos hemos padecido, en mayor o menor medida, la falta de contacto con la naturaleza, el siguiente apartado puede resultar esperanzador.


Los bosques nos mantienen física y mentalmente sanos


Ya en 1984, el profesor Roger Ulrich publicaba un estudio sobre los efectos del contacto con la naturaleza en los enfermos. Tan solo la presencia de plantas o una buena vista a una zona verde desde la habitación ya marcaba una diferencia entre pacientes con las mismas patologías. Dado que el “grupo árbol” requería menos medicamentos y se mostraba más animado, Ulrich continuó investigando en esa línea con optimismo.

Efectivamente, un experto en medicina del bosque, Qing Li, le daba la razón al descubrir que pasar tiempo en el bosque produce un efecto medible: las hormonas que originan el estrés, la adrenalina y la cortisona, se reducen en un 30%-50% tras pasar un solo día en el bosque. Una segunda jornada supondría una reducción de hasta un 75% para las mujeres. Por si fuera poco, el nervio vago (un nervio craneal que controla el sistema nervioso parasimpático) reacciona, sosegándonos. El efecto de un día en la floresta perdura otros siete días más, un hecho muy tranquilizador para todos los que vivimos en la ciudad. Ni tan siquiera es necesario ejercitarnos allí, como nos proponen muchos artículos sobre deporte, puesto que la mera presencia desata todos los beneficios.


De la misma manera que las mascotas ayudan a los pacientes con hipertensión, las estancias en el bosque nos benefician. Hildegard Von Bingen, en el siglo XII, era consciente de lo provechoso de las plantas silvestres. Lo que no se imaginaba es que no hace falta tratarlas para que nos beneficien. Si necesidad de preparar infusiones o ungüentos, son capaces de mantenernos física y mentalmente sanos.



En este momento damos un giro para comentar algo que ha desatado mucho escepticismo, pues si bien somos capaces de reconocer el efecto de pasar tiempo en la naturaleza a nivel anímico y emocional, nos cuesta procesar que se produzca alguna otra alteración en nuestro cuerpo. Antes de analizar los efectos más cuestionados, aquellos a nivel inmunológico, hablaremos de la comunicación de las plantas. Sí, has leído bien. Las plantas se comunican y eso nos afecta.


Las plantas se comunican


Para este apartado nos basaremos en las publicaciones de Wilhelm Boland. Lo primero de todo sería prevenirte sobre lo que vas a leer. Al pensar en comunicación, pensamos en el ser humano, lo cual es lógico. Sin embargo, no te queremos convencer de que las plantas se comunican como lo haría una persona, pues en su libro, Clemens deja claro que una planta no va a aplaudir con sus hojas ni entonar una melodía. Esa clase de comunicación verbal y corporal que podríamos incluso percibir en un perro, que ladrando o dando brincos nos transmite un mensaje comprensible, no es para nada el tipo de comunicación que se ha detectado en las especies vegetales. Las plantas son maestras de la comunicación - pues envían, reciben y descifran información - pero no lo hacen como nosotros. Ellas utilizan sustancias químicas, como los insectos.


¿A qué viene todo esto? Este dato curioso no es aleatorio, las plantas producen estas sustancias químicas para alertar, por ejemplo, de un ataque parasitario. Sus vecinas responden produciendo sustancias defensivas o incluso atrayendo insectos que combatan al parásito. Pero, ¿cómo se han comunicado con los enemigos naturales de su atacante y qué tiene eso que ver con el tema que estábamos tratando? Incluso las setas se comunican para saber dónde se encuentra una pareja sexual y apuntar en esa dirección. El punto es que las plantas emiten moléculas portadoras de información e incluso señales bioacústicas haciendo crujir sus raíces. Estos estímulos son invisibles para nosotros, al menos conscientemente, pero resulta que tenemos una antena invisible activada en todo momento: el sistema inmunológico. ¿Seríamos capaces de afirmar que, de pie en un “cóctel de sustancias bioactivas” – como lo considera Clemens – nuestro organismo se mantiene impune? Absorbemos las sustancias a través de la piel, las respiramos y entramos en contacto con un inmenso y complejo espacio vital donde miles de organismo se están comunicando constantemente.


Esto no quiere decir que haya una conciencia vegetal inteligente, sino que la naturaleza está en activo: podemos imaginarnos las copas de los árboles como “centrales emisoras”, miles de moléculas flotando a nuestro alrededor y organismos vivos reaccionando a los mensajes que portan. El nuestro incluido. Podríamos sumergirnos en el bosque del mismo modo que si lo hiciéramos en un rio o un lago, inhalando, captando, saliendo del modo automático en el que generalmente nos encontramos.


Los grupos de La Rueda y La Rueda 20.2 se encuentran cerca del Augarten de Viena, donde pasan gran parte del día. ¡Los niños de La Rueda 2 necesitan un paseo un poco más largo!


El baño de bosque en la cultura japonesa


En un plano más espiritual, el Shinrin Yoku o baño de bosque lleva practicándose en Japón desde mucho antes que ninguno de los estudios que hemos ido mencionando. Es la actividad que os recomendamos, cada vez más aceptada por los maestros de Mindfullness, pues exprime todos los beneficios retratados en los apartados anteriores. Tan solo necesitamos un espacio natural relajado y la actitud adecuada: debemos pararnos a escuchar, aceptando lo que está sucediendo, reconociendo nuestra propia presencia y experimentando con todos los sentidos de nuestro cuerpo.


Los requisitos para sumergirnos en un baño de bosque son sencillos


· Nos encontramos en un espacio abierto y natural. Si podemos escoger el lugar, sería ideal desplazarnos a un entorno que nos fascine, para dejarnos llevar por el paisaje.

· Puedes quedarte en el sitio, sentarte, trepar a un árbol o pasear. Todo sirve, pero en ningún caso debes apurarte. Las prisas son el peor enemigo de este ejercicio. Dedícale tiempo, pues la naturaleza no entiende de agendas.

· Comparte la experiencia si quieres. Aunque sea algo personal, no tienes por qué hacerlo en solitario. Un amigo, tu pareja, tu hijo o hija… ellos pueden beneficiarse contigo de la práctica.


¿Qué beneficios experimentarás tras el baño de bosque?


En primer lugar, tu estado de ánimo mejorará, pues los niveles de cortisol se reducen y por tanto el estrés se desvanece. Tu sistema de defensa, el sistema inmunitario, se verá reforzado gracias al descenso de las hormonas del estrés mientras se incrementa la actividad del sistema nervioso parasimpático. Esa misma noche tu ritmo cardíaco será más parsimonioso, descansarás mejor y a la mañana siguiente conservarás la energía durante más tiempo.



La biofilia y el asombro en la infancia


Hasta ahora hemos expuesto nuestra preocupación por el déficit de naturaleza y la solución lógica, además de científicamente probada: pasar más tiempo en la naturaleza. Puesto que somos un kindergruppe conectado con la naturaleza, el siguiente paso sería aplicar toda esta información tan interesante a la pedagogía, nuestra especialidad. Para ello, nos basamos en los escritos de la bióloga Rachel Carson, especialmente en sus libros Silent Spring y The sense of wonder, pues el amor por la naturaleza de esta escritora destella en su narrativa y nos conmueve profundamente.


Rachel Carson concibió The sense of wonder como una guía didáctica, pues consideraba de vital importancia promover el sentimiento de perplejidad o asombro innato de los niños. Desgraciadamente, este sentimiento se desvanece en algún momento, especialmente si el niño se ve rodeado de adultos que no compartan su asombro. Pero Carson creía que es posible cultivar el asombro en la infancia, nutrirlo para que sea el punto de partida del niño en su viaje hacia la madurez, desarrollando una vida interior que mantendría como persona adulta.


Si los hechos son la semilla que más tarde producen el conocimiento y la sabiduría, entonces las emociones y las impresiones de los sentidos son la tierra fértil en la cual la semilla debe crecer. Los años de infancia son el tiempo para preparar la tierra.” – Rachel Carson (2012)


Tiene sentido afirmar entonces que un niño que cultive su sentimiento del asombro y lo retenga, interiorizará también valores en contacto con la naturaleza. Irá construyendo una relación de respeto, admiración y cariño con la Naturaleza, que jamás dejará de asombrarle.


“¿es explorar la Naturaleza sólo una manera agradable de pasar las horas doradas de la niñez o hay algo más profundo? Yo estoy segura de que hay algo más profundo, algo que perdura y tiene significado.” – Rachel Carson (2012)


Nuestra conclusión es que los niños necesitan naturaleza. No se trata únicamente de explotar sus beneficios o disfrutar de ella un rato. Realmente la necesitan para desarrollar una relación sana con el planeta en el que habitan, para sentir empatía por los demás seres vivos. Explorando áreas silvestres, refuerzan un lazo que se ha visto dañado por nuestro estilo de vida en los últimos siglos.


La propia Organización Mundial de la Salud, abordando la recuperación por la actual crisis del COVID-19, resolvió que, a pesar de la urgencia por salir de nuevo a flote, no podemos volver al ritmo que llevábamos antes. Declararon: “debemos proteger y preservar la fuente de la salud humana: la naturaleza”. Esa referencia a la naturaleza como la fuente de salud primordial del ser humano es un mensaje claro, pues ni nuestros niños ni nosotros terminaremos de gozar de una buena salud si nos distanciamos de su origen.


“Una vez que han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, compasión, admiración o amor, entonces deseamos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción. Una vez que lo encuentras, tiene un significado duradero. Es más importante preparar el camino del niño que quiere conocer que darle un montón de datos que no está preparado para asimilar.” – Rachel Carson (2012)


[1] Este comentario no supone una crítica hacia los medicamentos ni pretende en ningún caso desestimarlos. Tan solo quiere reflejar que es una opción que consideramos antes que otras, sin ninguna otra valoración al respecto.


Referencias:

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